24 ago 2016

La fuerza de todo sentido puro

-Voy a decirte hoy una cosa, algo que sé hace ya tiempo, y tú también lo sabes ya, pero quizá no te lo has dicho a ti mismo todavía. Ahora te digo lo que sé acerca de ti y de mí y de nuestra suerte. Tú, has sido un artista y un pensador, un hombre lleno de alegría y de fe, siempre tras la huella de lo grande y de lo eterno, nunca satisfecho con lo bonito y lo minúsculo. Pero cuanto más te ha despertado la vida y te ha conducido hacia ti mismo, más ha ido aumentando tu miseria y tanto más hondamente te has sumido hasta el cuello en pesares, temor y desesperanza, y todo lo que tú en otro tiempo has conocido, amado y venerado como hermoso y santo, toda tu antigua fe en los hombres y en nuestro alto destino, no ha podido ayudarte, ha perdido su valor y se ha hecho añicos. Tu fe ya no tenía aire para respirar. Y la asfixia es una muerte muy dura.
-Tú llevabas dentro de ti una imagen de la vida, estabas dispuesto a hechos, a sufrimientos y sacrificios, y entonces fuiste notando poco a poco que el mundo no exigía de ti hechos ningunos, ni sacrificios, ni nada de eso, que la vida no es una epopeya con figuras de héroes y cosas por el estilo, sino una buena habitación burguesa, en donde uno está perfectamente satisfecho con la comida y la bebida, con el café y la calceta, con el juego de tarot y la música de la radio. Y el que ama y lleva dentro de sí lo otro, lo heroico y bello, la veneración de los grandes poetas o la veneración de los santos, ése es un necio y un quijote. Bueno. ¡Y a mí me ha ocurrido exactamente lo mismo, amigo mío! Yo era una muchacha de buenas disposiciones y destinada a vivir con arreglo a un elevado modelo, a tener para conmigo grandes exigencias, a cumplir dignos cometidos. Podía tomar sobre mí un papel, ser la mujer de un rey, la querida de un revolucionario, la hermana de un genio, la madre de un mártir. Y la vida no me ha permitido más que llegar a ser una cortesana de mediano buen gusto. Así me ha sucedido. Estuve una temporada inconsolable, y durante mucho tiempo busqué en mí la culpa. La vida, pensé, ha de tener al fin razón siempre; y si la vida se burlaba de mis hermosos sueños, habrán sido necios sueños, decía yo, y no habrán tenido razón. Pero esta consideración no servía de nada absolutamente. Y como yo tenía buenos ojos, y buenos oídos y era además un tanto curiosa, me fijé con todo interés en la llamada vida, en mis vecinos y en mis amistades, medio centenar de personas y de destinos, y entonces vi que mis sueños habían tenido razón, mil veces razón, lo mismo que los tuyos. Pero la vida, la realidad, no la tenía. En mí era la miseria quizá más material y moral; en ti, más espiritual; la senda era la misma. ¿Crees que no soy capaz de comprender tu terror ante el foxtrot, tu repugnancia hacia los bares y los locales de baile, tu resistencia contra la música de jazz y todas esas cosas? Demasiado bien lo comprendo, y lo mismo tu aversión a la política, tu tristeza por la palabrería y el irresponsable hacer que hacemos de los partidos y de la prensa, tu desesperación por la guerra, por la pasada y por la venidera, por la manera cómo hoy se piensa, se lee, se construye, se hace música, se celebran fiestas, se promueve la cultura. Tienes razón, mil veces razón, y, sin embargo, has de sucumbir. Para este mundo sencillo de hoy, cómodo y satisfecho con tan poco, eres tú demasiado exigente y hambriento; el mundo te rechaza, tienes para él una dimensión de más. El que hoy quiera vivir y alegrarse de su vida no ha de ser un hombre como tú ni como yo. El que el lugar de chinchín exija música, en lugar de placer alegría, en lugar de dinero alma, en vez de loca actividad verdadero trabajo, en vez de jugueteo pura pasión, para ése no es hogar este bonito mundo que padecemos...Siempre ha sido así y siempre será igual, que el tiempo y el mundo, el dinero y el poder, pertenecen a los mediocres y superficiales, y a los otros, a los verdaderos hombres, no les pertenece nada. Nada más que la muerte.
   - ¿Fuera de eso, nada en absoluto?
   - Sí, la eternidad. Lo que yo llamo la eternidad. Los místicos lo llaman el reino de Dios. Yo me imagino que nosotros los hombres todos, los de mayores exigencias, nosotros los de los anhelos, los de la dimensión de más, no podríamos vivir en absoluto si para respirar, además del aire de este mundo, no hubiese también otro aire, si además del tiempo no existiese también la eternidad, y ésta es el reino de lo puro. A él pertenecen la música de Mozart y las poesías de los grandes poetas; a él pertenecen también los santos, que hicieron milagros y sufrieron el martirio y dieron un gran ejemplo a los hombres. Pero también pertenecen del mismo modo a la eternidad la imagen de cualquier acción noble, la fuerza de todo sentido puro, aun cuando nadie sepa nada de ello, ni lo vea, ni lo escriba, ni lo conserve para la posteridad. En lo eterno no hay futuro, no hay más que presente.